Quizá sea el fuego, la capacidad de dominarlo, lo que más nos diferencie de los otros animales. Hemos hecho hogueras para mejorar los alimentos y el bienestar de los hogares, para alejar a los depredadores, para eliminar los trastos viejos, para unir en la fiesta la tierra y el cielo… aunque también, ¡ay!, para quemar bosques y poblados, libros ¡y hasta personas! El fuego es el motor de nuestro devenir. Pero no lo dominamos del todo: desde los tiempos mitológicos hasta hoy el fuego nos acompaña pero en no pocas ocasiones no como el esclavo obediente sino como el rebelde que en cualquier momento puede volverse peligroso, letal. De ahí la expresión «jugar con fuego», la advertencia de que si jugamos con el fuego podemos abrasarnos. Y sin embargo, el hombre, siempre intrépido, no ha dejado de jugar con ese elemento fundamental de la naturaleza desde que se atrevió a mirar a las estrellas y quiso incorporar a su vida aquellas hogueras maravillosas… Y jugó, juega, con fuego en la guerra y en la paz, en la industria y en el arte, en el trabajo y en la fiesta, en los sueños y en las pasiones. Y se abrasa, nos abrasarmos, en no pocas ocasiones. Prevenimos a nuestros niños de que no pueden «jugar con fuego» pero los hacemos participar en una sociedad llena de hogueras, físicas y espirituales. Y esas hogueras en muchas ocasiones nos alumbran y nos iluminan, nos transportan a los cielos pero en otras nos hunden en los infiernos.
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Mayo de 1975. Un grupo de jóvenes idealistas fuimos a celebrar el primer aniversario de la Revolución de los Claveles. Enamorados de la situación, soñando con que se repitiera en nuestro país, entramos en Lisboa cantando «Grandola, vila morena» y las consignas del momento («El pueblo unido jamás será vencido»…) Recorrimos algunos lugares emblemáticos (historia de siempre o del momento) y nos sentimos felices de estar participando en una fiesta que llenaba de luz y esperanza la ciudad y a la gente… Nosotros, naturalmente, no conocíamos los entresijos pero percibíamos que, en esos momentos, la Revolución estaba en una terrible encrucijada: unos y otros tenían que decidir si se situaba al país en una órbita u otra. Vasco Gonçalves, al que yo veía un poco como al Negrín de los últimos meses de nuestra Guerra Civil, iba a pronunciar un importante discurso en el (si no me falla la memoria) Pavillón dos Sports. Fuimos y tuvimos que acceder a la pista central porque todas las gradas estaban ya repletas (25.000 personas). Entré y miré: gente enfervorizada, calentando el ambiente, estruendo de gritos y consignas, puños en alto, decisión en las miradas… Entonces sentí miedo, un miedo impreciso pero fuerte y profundo que se metió en mí al mismo tiempo que los eslóganes coreados. Esas masas, intuía yo, podrían realizar grandes hazañas revolucionarias pero, también, hábilmente manipuladas por los poderosos, antiguos o nuevos, podían cometer todo tipo de desmanes y, sobre todo, podían cometer graves errores y abortar cualquier proceso que condujera a la verdadera liberación, al verdadero bienestar de las gentes, cambiando (una vez más, como tantas veces en la Historia antes de Lampedusa y después de Lampedusa) todo para que todo siga igual… Otras veces he tenido esa sensación pero nunca tan intensamente: quizá porque cada vez canto menos y observo (y reflexiono) más.