El paciente se pone en manos de la doctora. Pasó el tiempo en que la mujer sólo tenía el cuerpo del varón a su disposición cuando nacía y se ocupaba de su crianza o cuando moría y se ocupaba de la mortaja. Entre esos dos extremos la mujer sólo podía tener el cuerpo varonil como poseedor, sobre todo en la alcoba. Pero ahora la mujer se ha ganado, con gran esfuerzo, el derecho a entrar en el laboratorio, en el quirófano, en la cátedra, en la tribuna… y, por ello, también se ha ganado el derecho a entrar en el cuerpo del hombre: todas las especialidades de la medicina, incluida la urología, están al alcance de la fémina. Y la mujer puede auscultar, explorar, hurgar, penetrar ese cuerpo que antes le estaba vedado. El hombre, que antes hubiera rechazado esa situación o aprovechado para gallear, se encuentra ahora a merced de la mujer… Pero no siente miedo (como, a la inversa, tantas mujeres han sentido en manos de los ginecólogos) porque comprende que la mujer (rehaciendo, corrigiendo, la obra del dios bíblico) al auscultarlo, al penetrarlo, lo acaricia y al hacerlo lo moldea: lejos de destruir su virilidad la potencia al transmitirle la ternura.
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Qué hermosa visión de la mujer médico!
¡Gracias, Elizabeth! Se me había pasado tu comentario. Intenté un homenaje a tres doctoras que, en el mismo día, tuvieron que auscultarme… Y lo hicieron con tanto respeto y delicadeza que mucho más que miedo o vergüenza sentí un profunda gratitud…