390. 20 de febrero de 1970

Estoy saliendo del Centro Penitenciario de Segovia. Mi madre y mi hermano han ido a buscarme, en un coche alquilado con chófer, para poder llegar pronto a Madrid. Es un día soleado, aunque hace frío, y estoy contento y tranquilo. Tan tranquilo que he dormido de un tirón toda la noche y han tenido que llamarme a la puerta de la celda para despertarme… de forma que he prolongado una hora más mi estancia en la prisión(*).
Salgo sin barba porque hace pocos días me la he cortado, después de tres años de no afeitarme, tras pactar con el director de la prisión(**), en un diálogo complicado de forcejeos verbales y sobreentendidos («Yo tengo que cumplir el reglamento y ustedes saben que los penados no pueden tener barbas ni melenas; no puedo dejarle salir con barba.» «Tendrá usted que emplear la fuerza y yo, nada más salir, convocaré a la prensa para denunciar que en esta cárcel se tortura… Pero yo aceptaría afeitarme voluntariamente si supiera que puedo pasar a despedirme de mis compañeros de los otros dos pabellones incomunicados.») que podría despedirme de todos los demás penados.
Los tres (pequeños) pabellones habilitados en la prisión para los presos políticos están incomunicados porque, tras la huelga de hambre de Soria, los que las autoridades penitenciarias consideraron más responsables, fuimos trasladados a esta prisión en condiciones de semiaislamiento.
Estoy contento no solo por la liberación sino porque, en la despedida de todos mis compañeros (comunistas, anarquistas, trotskistas, etarras…) he podido sacar (mientras Paulino distraía al funcionario que me vigilaba) notas, recados… hasta un original de 80 folios que Luis Andrés Edo envía para su publicación a Melchor Rodríguez («el ángel rojo»).
El viaje a Madrid es especialmente reconfortante. Evitamos el túnel para poder ver los hermosos paisajes de la nacional 630, especialmente el paso por los Montes de Valsaín y el Alto del León. La nieve y el sol señorean todo el terreno y los grandes horizontes dejan atrás las pequeñas distancias del patio carcelario. Por supuesto, la conversación es alegre pero también hay momentos de silencio, que aprovecho para pensar en las tareas que me esperan: cumplir los encargos, recuperar contactos personales (familia, amigos, profesores…), buscar empleo, intentar evitar que (como consecuencia de haber sido expulsado de las Milicias Universitarias) me obliguen a cumplir la mili normal (que será en África, por la inicial de mi primer apellido), tratarme la úlcera que contraje durante mi estancia en la cárcel, intentar averiguar ciertos aspectos de mi detención, de la discusión con la dirección del partido, de nuestra expulsión… y, quizá sobre todo, profundizar en la autocrítica que inicié ya hace años.

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* Años después comprobaré, al pedir un certificado al Ministerio de Justicia, que mi salida estaba señalada para 1 de febrero y que por, negligencia o espíritu de revancha, sólo se hizo efectiva 19 días después.
** De apellido Márquez. Yo había tenido ya un encuentro muy agrio con él, en mayo del año anterior, al poco de llegar, cuando fui comisionado por unanimidad de todos los internos de mi pabellón, para manifestarle nuestra denuncia por la falta de atención a Mario Diego Capote (él y yo, ambos con úlcera, habíamos insistido en participar en la huelga de hambre de diciembre de 1968) que había muerto por hemorragia, sin recibir la necesaria asistencia médica.

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