Hipótesis

esta-es-la-carta-de-puigdemont-a-rajoy Cada vez me inclino más por la hipótesis de que la verdadera estrategia de los catalanes nacionalistas –devenidos en separatistas que amenazan recurrentemente con golpes de estado implícitos o explícitos– es mantener un show permanente, que les permita seguir reclamando privilegios y beneficios, legales o ilegales, del Estado y del Mercado.  

Nada de patriotismo: ideología de tenderos, de traficantes, que comprenden que la propaganda es incluso más importante que la calidad del producto, que aspiran a que las instituciones (jurídicas, políticas, sociales o morales) estén al servicio del comercio y no, como nos enseña la ética y la razón, a la inversa; traficantes sin escrúpulos, que saben que en la sociedad del espectáculo el que más cobra es el que consigue mayor atención, mayor asistencia de público y más alto precio de la entrada, aunque para ello haya que mentir y engañar sin ningún reparo.
La independencia sería entonces no un ideal soñado ni un objetivo calculado, sino un simulacro para mantener el espectáculo al límite, «al borde del precipicio». La «independencia» y el «procés» para conseguirla sería un gran negocio, una gran gran estafa, a costa de la ciudadanía, de todo el país, que costea ese espectáculo, que enriquece a sus dirigentes, en detrimento de los verdaderos servicios necesarios del Estado y de sus funcionarios honrados (véase, por ejemplo, la escandalosa «brecha salarial» entre los políticos y funcionarios de la Generalidad y los del resto de España o véase el elevadísimo coste de embajadas separatistas, medios de comunicación apesebrados, etc., en detrimento de servicios básicos en Cataluña).
Un gran negocio con un cierto riesgo, claro, pero tomando todas las precauciones y manteniendo siempre la posibilidad de echar marcha atrás: como el saltimbanqui prudente que se asegura de tener bien dispuesta la red cuando hace su triple salto mortal o, para mejor comparación, como el bravucón de taberna, cobarde y taimado, que hostiga y amenaza pero rehuye, con tretas, el enfrentamiento físico que podría dejarlo fuera de combate. Por eso, el mismo chulo que declara enfáticamente frente a las cámaras de televisión que el máximo responsable del referéndum ilegal del 9-N es él (Artur Mas en 2014), cuando se ve frente al juez que puede condenarlo, miente con descaro y acusa a los voluntarios anónimos de ser los responsables. Por eso la arrojada (y arrogante) presidenta del Parlamento de Cataluña, que se salta todas las normas de la democracia y declara «ante el mundo» la «República de Cataluña», cuando, después de pasar una noche en prisión, reconsidera su papel y (pusilánime y cobarde) jura ante el juez que fue una declaración «simbólica», sin ningún efecto jurídico-político (Carme Forcadell, noviembre 2017).
Pero si esta hipótesis es correcta no hay más remedio que plantearse una pregunta delicada: ¿Por qué el Estado, por qué el Gobierno lo tolera… e, incluso (para los peor pensados), lo sostiene y lo financia? No cabe duda de que el Estado, el Gobierno, dispone de los instrumentos legales, económicos, sociales, policiales, etc., en definitiva, dispone de la legitimidad y la fuerza necesarias para haber abortado el «procés» desde que comenzó y, muy especialmente, desde que los separatistas se enfrentan abiertamente, y con toda chulería, al Estado en noviembre de 2014… No lo hizo entonces y lo que ha hecho ahora, cuando el desafío ha alcanzado cotas intolerables, es un simulacro, una aplicación tan limitada del art. 155 de la Constitución que ha permitido que los que escenificaron un golpe de estado y humillaran con ello a la nación entera, sigan siendo protagonistas de la vida política en Cataluña (con todo el país y todas las instituciones pendientes de ellos) y gozando de muchos privilegios (el más grave de todos, el privilegio de seguir desafiando al Estado y cobrando por ello). ¿Incapacidad política para comprender la verdadera naturaleza del separatismo? ¿Conspiración de fuerzas ocultas, interiores o exteriores?
¿O, quizá, una contaminación perversa de la ideología de los traficantes sin escrúpulos y, por ello, una asunción de la idea de que también en esta parte del país la política es espectáculo, de que también aquí un buen show permite eludir los problemas más profundos de toda la sociedad y mantener el estatus de toda la clase política?

Nota final. Mientras escribo, los medios dan cuenta de que el presidente del Parlamento de Cataluña ha aplazado («no desconvocado») la sesión solemne de investidura donde se proponía como único candidato a Carles Puigdemond, prófugo de la justicia española, residente actualmente en Bruselas donde, apoyado por nacionalistas valones, se dedica intensamente a denigrar a España, al Estado, al Gobierno, al Rey… El Tribunal Constitucional, a petición del Gobierno, había prohibido expresamente esta investidura. También hoy, y como sucede desde hace meses, los telediarios, la prensa escrita, la radio, etc., dan a estas noticias sobre las andanzas de Puigdemont y los planes y declaraciones de los golpistas (y las consiguientes réplicas de unos y otros) el mayor relieve posible… ¡Se hace muy poco pero se habla mucho: el espectáculo no debe cesar!

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