Mercedes Rodríguez y Leonor de Borbón

II.6Uno de mis más queridos maestros, Paulino García Moya, decía que la necesidad se abre camino muchas veces a través de la casualidad. La casualidad en este caso es que, hace tres días, mientras estaba intentando comunicar con mi colega («y sin embargo amiga», Alfonso Sánchez dixit) Amelia Romero para comentar su correo del día anterior, dándome cuenta de la muerte de Mercedes Rodríguez, pude ver en las redes sociales cómo se comentaba, para bien en general y para mal en algunos casos, la entrega del Toisón de Oro del Rey, coincidiendo con la fecha de su 50 aniversario, a su hija Leonor, con lo que la Princesa entraba –¿prematuramente?– en la vida pública –y bajo todos los focos– como heredera de la Corona.
Y la necesidad sería, en este caso, la necesidad que tenemos todos y cada uno de rememorar el pasado e imaginar el futuro… buscando la relación entre ambos y entre las personas que se (nos) cruzan, aunque sea casualmente.
Así que me puse a recordar cómo había conocido y tratado a Mercedes desde hace más de 40 años y a imaginar cómo sería la vida de Leonor dentro de 25 o 30.

La primera noticia que tuve de Mercedes Rodríguez fue cuando leí, por sugerencia de Amelia Romero, Escuela de mandarines, que acababa de aparecer en Los Libros de la Frontera, obra dedicada a Mercedes, y donde se la incluía, con el nombre de Azenaia Parzenós, como uno de los personajes principales.
El libro me dominó nada más abrirlo por el índice de personajes. Por ejemplo: «Abellano: Heterodoxo, excarcelante, misionado para recopilar historias. Recogió hasta cuatrocientos cincuenta mil relatos y narró una “Historia de los Buenos Padres”.»; «Abracio: Oscuro Dictador.» Y así hasta 500 personajes, donde toda la sociedad de la Feliz Gobernación (en realidad, cualquier organización cerrada, sea la Universidad de Murcia –donde Espinosa cosecha cientos de tipos y miles de hechos–, la propia Dictadura vigente entonces en España o cualquier partido de los que entonces se oponían a ella) queda reflejada magistralmente. Veamos, también como ejemplo, los dos últimos: «Zopiro: Escribanillo del Lego de los Emolumentos. Inventó una “Regla para calcular en Dieciocho Jornadas el Sueldo de una Autoridad.”», «Zorastro: Emisario de los Mandarines ante los Becarios Sublevados. Pronunció una “Salmodia de Zorastro”.» Por cierto, Azenaia Parzenós está presentada como «Amada del Eremita» (el autor/narrador).
Y si vamos directamente a la Introducción el dominio se hace aún más fuerte: «Hace milenios de milenios existía un famoso Estado, llamado Feliz Gobernación, aunque, en verdad, la dicha solo pertenecía allí a unos pocos, cómo descubrirá quien prosiga leyendo.» Así que leí con avidez el libro y lo releí y sigo releyendo, total o parcialmente (ahora ya en la edición que publiqué en 2001, celebrando así los 25 años de la editorial) porque es cierto que Escuela de mandarines (como dice el propio autor, poniendo sus palabras en boca de un alumno que ha de ser examinado) no es un libro «para ser leído una sola vez, ni siquiera dos, tres ni cuatro; es, sencillamente, una obra para ser leída repetidas veces, abriéndola por donde se quiera; incluso, como las obras clásicas, es un libro para ser leído en alta voz, ya que su sintaxis y su estilo están configurados para la recitación, como ocurre con Don Quijote, Plutarco o con Dante.»
En estas relecturas y las de toda la obra de Espinosa comprobé que Mercedes Rodríguez era la gran musa de Espinosa y no solo Azenaia en Escuela de Mandarines sino también Egle en Asklepios, Clotilde en La fea burguesía, Juana en Tríbada… Así que cuando Amelia me dijo que podía conocerla en persona sentí una alegría especial, como hubiera sentido de tener la posibilidad de conocer a Dulcinea/Aldonza o Beatriz.

Y la conocí durante un Liber y ella aceptó con discreción mis elogios (recuerdo que cuando me tendió su mano se la estreche y acaricié como un gesto de admiración y respeto) y luego, después de otros encuentros (fuimos varias veces a conciertos en el Auditorio Nacional, puesto que ambos amábamos la música clásica), se prestó, muy amablemente, a participar en el ensayo sobre la obra de Espinosa que escribió Luis García Jambrina (La vuelta al logos) con un precioso escrito de ella, todo él, desde el título («Un talante eludido») hasta su conclusión («Gracias a Espinosa contemplo el saber como la más alta forma de sensualidad, única forma en que, el saber, no se muestra, opino, coactivo, autoritario y reductor.») un discreto e inteligente homenaje a uno de los más grandes escritores españoles de la segunda mitad del siglo XX y que tuvo el privilegio conocer de forma tan cercana. Homenaje que repitió en el acto de presentación del libro
En estos últimos años, cuando Mercedes dejó su piso en el barrio del Parque de las Avenidas para irse a vivir a una residencia en Mejorada del Campo, la frecuenté mucho menos, aunque, en compañía de Amelia o solo, fui a visitarla, varias veces. La última vez en noviembre del año pasado, donde la encontramos ya muy enferma: su mirada, en otro tiempo hermosa y sugerente, no denotaba ni origen ni destino.

No hace falta decir que mi relación con la Princesa de Asturias es de naturaleza totalmente diferente y que si la cito en el mismo escrito que a Mercedes Rodríguez es por la casualidad que refiero al principio del mismo… pero también, de alguna manera el puente de comunicación (y afecto) lo forman los libros. Recuerdo que en la entrega del premio Antonio de Sancha a Jesús de Polanco, que yo, como presidente del jurado que se lo había concedido, entregué a su hija Isabel (porque él murió poco después de la concesión y poco antes de la entrega; también Isabel moriría unos meses después), acto que presidieron los entonces Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Leticia, mientras nos trasladábamos del salón de actos al lugar donde se ofrecía el cóctel, nos quedamos solos en el ascensor don Felipe y yo y se me ocurrió que la mejor conversación era decirle que yo tenía dos nietas prácticamente contemporáneas de sus dos hijas y comentamos lo importante que es aficionar a los niños a la lectura en esos años.
Consecuencia de esa conversación fue que envié a Palacio los cuatro primeros álbumes de la colección de grandes poetas para pequeños lectores (Miguel Hernández, Antonio Machado, Federico García Lorca y Rafael Alberti) y recibí una carta muy amable de él agradeciéndomelo. Me hacía entonces (y me hace ahora) mucha ilusión pensar que en la formación de la futura Jefa del Estado hay, entre otras muchas, una gotas de poesía preparada por Ediciones de la Torre. Como me haría mucha ilusión que leyera, en su día, la obra de Espinosa.
Sin duda Leonor de Borbón tendrá una preparación intensa y completa, como la tuvo su padre, que le permitirá capacitarse para una labor tan difícil como la que el destino le ha deparado y me parecería estupendo que, con ese noble objetivo, conociera la obra de Miguel Espinosa. Si fuera así, podrá aprender mucho de él: con Asklepios comprenderá los valores de una de las cunas de nuestra civilización (y quizá, también, algunos detalles importantes de la personalidad de su abuela); con La fea burguesía, conocerá mucho de la sociedad española del siglo pasado y de nuestra sociedad actual y, sobre todo con Escuela de Mandarines, podrá comprender claves fundamentales de nuestra clase política y de nuestra intelectualidad.
Quizá en esa lectura sienta curiosidad por saber algo más de una mujer peculiar que fue musa y amiga de Miguel Espinosa (y en alguna medida, amiga mía). También con ello aprenderá.

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