Balbuceamos. Apenas llegados a la vida emitimos balbuceos, lenguaje primario, sonidos imprecisos. Y cuando vamos a salir de ella, también. Balbuceamos. Balbucea el bebé que tengo en los brazos y balbuceo yo para encontrar un lenguaje común… Bien pensado, balbuceamos durante todo el camino de la vida. La humanidad entera no ha hecho otra cosa que balbucear desde que asumió la divina tarea de dar nombre a todas las cosas que la rodeaban, a todas las sensaciones y sentimientos que percibía en su interior. Llevamos milenios balbuceando para encontrar el lenguaje correcto, la definición exacta; siempre pensando que ya los hemos encontrado y siempre sintiendo la frustración de no haberlo hecho. Y, sin embargo, ¡qué bello y profundo el balbuceo del bebé, cuántas cosas me dice, cómo se ve que, día a día, hora a hora, se aproxima a su destino de asir el mundo, de comprenderlo, de definirlo!
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Hubo alguien (¿Cioran?) que dijo: «Me gustaría ser tan sabio como el día en que nací». Es posible que los niños balbuceen pero quizá perciban muchas cosas. Puede que muchas de ellas de forma inconsciente, o al menos no recordable. Pero no cabe duda que entre ellos y los adultos se establece una comunicación en la que no hay palabras. Sólo gestos, sonidos y algo más, indescriptible, una línea invisible que nos conecta.