En la situación social especialmente confusa que vivimos en nuestro país la cultura, tanto como la economía, debe estar en el centro de todos los debates. Y no sería necesario decir que cultura incluye actividades, obras, creaciones, industrias, estructuras, coyunturas, administraciones, empresas, clientes… pero sobre todo y por supuesto personas. Personas con una función u otra (y no es la menos importante la de receptor y usuario de la obra o actividad cultural), con intereses y con ideales, con capacidades y con carencias, con trayectorias, con pasados, presentes y futuros. Hay que estar por tanto muy atentos a las personas. Aquí, como en todas las cuestiones sociales, todos somos protagonistas, todos nos sentimos afectados por el hecho cultural y todos y cada uno de nosotros actuamos en él. También en la estrecha e intensa relación de la cultura con la organización política, con el ámbito donde se desarrolla. Se ha dicho muchas veces pero es necesario, aquí y ahora, repetirlo: la cultura no debe ser partidista pero no puede ser apolítica; la organización política que nos damos (o que nos dan si renunciamos a nuestros deberes y nuestros derechos) condiciona tanto la cultura que no es posible disociarlas. Y si la cultura no puede ser apolítica parece claro que los que nos movemos en el mundo de la cultura, con uno u otro rol, los creadores y los trabajadores de la cultura, los protagonistas y los secundarios, no tenemos otro remedio que comprometernos.
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